Hace unos meses comentaba la grata sorpresa que me había producido
Jitanjáfora, la novela de Sergio Parra, por su originalidad tanto formal como argumental, que me llevó a alcanzar un gran disfrute lector. Ahora es el momento de echarle un vistazo a lo que nos ofrece su segunda parte,
Jitanjáfora (Desencanto), con la que se cierra la serie protagonizada por ¿el bueno de?
Conrado Marchale. ¿Me lo he pasado tan bien? Yo diría que sí.
En primer lugar he de aclarar que esta novela no lo tenía fácil, pues el gran acierto de su predecesora era mostrar una serie de conceptos novedosos sin desdeñar el entrar en detalles, en cuya pormenorizada presentación basaba su acierto: nos introducía a un mundo nuevo, el de la
magia racionalizada, con una nueva óptica, fría y cruda a la vez que hilarante y rocambolesca desde la que observar el mundo, incluyendo el conflicto eterno del bien contra el mal. Es una comparación habitual, pero acertada, la de que este mundo es una suerte de Harry Potter para adultos, especialmente si éstos están dotados de
humor negro y la suficiente
mala leche. Así pues, una vez presentado el universo de Jitanjáfora, ¿qué es lo mejor que podríamos encontrarnos en su secuela? Pues, dado que nos gusta dicho universo, por un lado profundizar en él, y por otro lado cubrir la que quizá era la laguna de la primera parte, cuya narración se antojaba errática en algunos momentos. Aquí la historia es más consistente, con lo que gracias a la solidez con que el escenario de los acontecimientos ha cuajado, podemos centrarnos en la acción en sí.
De esta manera dividamos en dos las novedades:
expansión del cosmos Jitanjáfora e historia contada, aunque ambas se solapan irremediablemente y avanzan de la mano. Respecto a la expansión, aquí descubriremos otros elementos y criaturas “sobrenaturales” más allá de los magos: las
brujas, una especie de lamias, poderosas y de sexualidad palpitante, y los
duendes, cuyas bizarras reglas se rigen por principios seudoartísticos cercanos al
snuff. También conoceremos (y si no has leído la primera parte, salta hasta el siguiente párrafo) con algo más de profundidad a la otra facción de la magia: el bien, antagonista de nuestros protagonistas “malos”.
Respecto a la historia, comienza con un Conrado Marchale hiperpoderoso, con trece vueltas en la espiral (la manera de medir lo avanzado de un mago, cuyo máximo es doce) desatado y provocando una matanza indiscriminada de sus colegas en el Club Jitanjáfora. ¿Locura? ¿Exceso de temperación? ¿Otras razones? Entonces saltamos al pasado, cuando Conrado era un mago “recién licenciado” para averiguarlo, conforme observamos cuánto de gris oscuro es lo bueno o de gris claro es lo malo, pues aquí difícilmente hallaremos valores absolutos.
Recuperamos a los protagonistas de la anterior parte formando una familia impostada infiltrada en una comunidad estadounidense para investigar entre magos enemigos sobre la misteriosa operación “Huevo de Pascua”: nuestro antiguo don Nadie como padre de familia; de esposa la atrayente
Umami, motor del protagonista y casi de la serie incluso en sus ausencias; el
verborréico Figueredo fingiendo ser el tío disminuido que casi no puede pronunciar palabra; como hijo,
Chad, un cucaracha (sin relación con la magia) con alto concepto de sí mismo. Estos dos proporcionarán una buena cantidad de momentos jocosos en las páginas del libro. Aún río al recordar el pasaje de la actuación del falso minusválido en la fiesta de bienvenida vecinal, llena de puritanos americanos medios.
Aun con todo, Jitanjáfora (Desencanto)
no es una novela amable, pues
alterna los momentos de diversión con otros de gran dureza, siendo más contundente que su predecesora, especialmente en su segunda mitad, a partir del clímax de una escena en un supermercado digna de Jack Bauer, desde la que la acción se dispara en una narración vertiginosa.