A veces me pregunto si, dentro del género fantástico, sólo se es capaz de captar mayoritariamente al público adolescente con productos de medio pelo. Dos de los tres mayores éxitos editoriales de la última década lo son. El primero, la saga multimillonaria del niño mago, que he leído entera, y que no niego me ha deparado la satisfacción de poder pasarme a un idioma que no es el mío sin que me planteara problemas lectores, debido a su extrema simplicidad. Eso sí, literariamente no pasa del aprobado y en una balanza ganarían los pros a los contras, pero sin holgura. El otro éxito es una saga ciertamente terrible repleta de conceptos ridículos ideados por una autora ultraconservadora. Sí, ya sabéis, vampiros de piel diamantina a la luz del día (¡!). Una opción mucho más cercana a la novelita rosa de un duro que al terror que pretende. Repito: terrible.
¿Y esto a cuento de qué? Pues sencillamente porque mientras se perpetran estos libros también se escriben otros cuyo público objetivo es el mismo, y además son buenos. Incluso muy buenos. Uno de ellos es
El libro del cementerio de Neil Gaiman.
El libro del cementerio es, básicamente,
un cuento. Escrito de una manera
deliberadamente sencilla, nos lleva a un entorno de historia de terror descrito con una amabilidad y maestría que hacen sentirse cómodo al lector, que no necesita sustos o clímax cada dos páginas para disfrutar de la experiencia. Interesado por las intrigas planteadas con un ritmo acertado, en unos capítulos que casi son relatos autoconclusivos, éste seguirá la narración realizada con pasmosa naturalidad, asimilando con desahogo los elementos sobrenaturales –que son casi todos– dentro de una
historia finamente hilvanada.
Pero ojo, basta que demos un paso atrás y observemos el argumento con un poco de perspectiva para darnos cuenta de que estamos frente a un cuento, sí, pero uno
macabro y con retales de violencia y sabor a veces agridulce, y si no echemos un vistazo al primer capítulo: un sádico armado con un cuchillo, el hombre Jack, se introduce con premeditación, alevosía y nocturnidad en un tranquilo hogar. Allí, con singular profesionalidad, asesina sin miramientos al padre, la madre y la hija, una niña. Tan solo el hijo, apenas un bebé, y de forma casi casual, sale gateando por la puerta entreabierta de la casa, y seducido por la niebla nocturna, llega hasta un cementerio cercano. Hasta allí le persigue el criminal, y cuando está cerca la fatalidad, los espectros de los enterrados en el camposanto deciden adoptar al bebé, ocultándolo entre ellos y rebautizándolo con el nombre de Nadie –Nad para los amigos–, pues a nadie se parece.
Algo siniestro, ¿no? Pero, ¿acaso no lo son en realidad casi todos los cuentos clásicos (daré una pista: cambiemos asesino por tigre y fantasmas por familia de lobos y otras criaturas selváticas. Sí, es un homenaje/reescritura de la historia de Mowgli en
El Libro de la Selva, del gran Rudyard Kipling)? También como aquellos, con un aroma muchas veces dulce y poético.