Para A. T., porque le va a gustar.
Es difícil en ocasiones diferenciar un sueño de la realidad. Me siento despierto, consciente, pero no pondría la mano en el fuego por ello. Aunque claro, no la pondría por nada, por nadie. Abro los ojos, pues no sabía que los tuviera cerrados. Al contrario de lo que creía, no estoy acostado, sino sentado. En un sillón de terciopelo rojo intenso. Está raído, y espuma amarilla sale desde sus costuras, cayendo como si fueran los humores de un cuerpo rezumando por las heridas.
La habitación tiene unos cientos de libros apilados en el suelo, sin títulos que los definan escritos en los lomos. Las humedades los están destruyendo. Me gustaría decir que poco a poco, pero noto a simple vista cómo se comba el papel. No hay nada más en la habitación, ningún mobiliario que salve los tomos de la putrefacción. Solo paredes desconchadas. Una mano de pintura blanca que ha estado desmoronándose durante años, desvistiendo las paredes con pereza para mostrar más su desnudez gris cemento con cada costra que caía al suelo.
Vuelvo la cabeza hacia delante, pues no sabía que la tuviera de lado, y descubro un espejo vestidor de cuerpo entero, con el marco de madera labrada, con motivos victorianos. Solo faltan un par de focos de luz difusa para ser el escenario de una película de David Lynch, pero no de las que aunque falten piezas, te haces una idea del dibujo del puzzle, sino de las hipnóticas que no entiende nadie, ignorancia que pocos se atreven a admitir. El espejo, que aunque no está roto, empieza a tener manchas negras, me devuelve la imagen del sillón de terciopelo rojo en el que estoy. Me pongo rígido y un nuevo borbotón de espuma emana de alguna de sus grietas.
Contengo la respiración, y escucho en los tímpanos las pulsaciones de mi corazón. Pero otra resonancia llega a mis oídos, acompasándose en perfecta sincronía con los latidos. Es un ritmillo electrónico, suave y familiar, aunque no logro reconocerlo, pues lo escucho como a través de unos auriculares sueltos, a varios metros de distancia. Podría ser un tema de Massive Attack, pero no de los agradables que invitan a acompañarlos con satisfactorios asentimientos de cabeza, sino de los que están compuestos desde la úlcera de estómago, cuya cadencia, no obstante, narcotiza.
Un tercer sonido se suma al concierto, aunque no estoy seguro de si es el que incluía los anteriores. Un goteo regular. No logro ubicarlo con prontitud. Vuelvo a observar toda la habitación y no proviene de ella, sino de mí. Me detengo en mis manos, colgadas indolentes de los brazos del sillón. Mis brazos por completo están cubiertos de sangre, que escapa de mi cuerpo dejándose caer desde los dedos, aunque no parezco tener herida alguna. No la encuentro. Tampoco experimento dolor, aunque siento que las fuerzas se me escapan. No tengo que comprender mi situación para estar seguro de que quiero sobrevivir. No sin esfuerzo, me levanto y doy un paso.