Sigo corriendo. No por un puente, y sin embargo a ambos lados de la carretera tan solo existe el vacío. No un vacío ocre, tenebroso y maligno, sino dos trozos infinitos de cielo luminoso y primordial, plagados de nubes sedosas y delicadas sobre las que podría recostarse una miríada de ángeles. Aun en su ausencia, su asexualidad se me figura inquietante y sus miradas severas que caen con un baño de plomo sobre mí, como carne sangrante saliendo de una picadora oxidada que funcionara a trompicones, aunque con seguridad inexorable, sea un caballo, un maletín o una ciudad entera lo que esté triturando.
Sigo andando. Pero el chaparrón de plomo y carne pesa sobre mí y mis tobillos crujen, sugiriendo que en cualquier momento mis pies empezarán su mestizaje con el asfalto resquebrajado. O las grietas en el suelo son las arrugas de mis manos, y la línea discontinua, escarlata y pintada quizá con carmín, no lo es tal, sino que se trata del borrón de cicatrices que serpentean por mi piel. Quizá no sean ángeles ausentes los que me miran con pasividad, sino que se trate de demonios. Tanto más da.
Sigo reptando, avanzando pié a palmo, codo a pulgada, hasta que no puedo más y el peso de mil atmósferas me aplasta contra la carretera. Y de repente, ya no siento el aplastamiento. Me mantengo en el centro del eje de coordenadas del universo, mientras el cielo es disparado hacia arriba por un revolver. Y ya no hay carretera, ni ángeles, ni demonios, ni cielo.
Me siento bien. Me siento mal. Me siento...
Mayor de bloguedad
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Rescepto Indablog cumple hoy dieciocho años. Ya es mayor de bloguedad… y se
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Hace 3 días