Todos amaban al Oráculo de Delfos. Todos reverenciaban más allá de lo humanamente reverenciable todas y cada una de las jodidas palabras que surgían susurradas de entre la brumosa espesura del Oráculo de Delfos, llevando su inexorable mensaje a quienes osaran preguntarle. Y el mensaje para Edipo había sido que mataría a su padre y desposaría a su madre. Lejos de buenas cosechas y salud recta, a él le venían con esta patraña. Pues le daba igual, podían darle sus predicciones de mierda a otro, que él sería dueño de su propio fatum.
Jamás regresó a su supuesto hogar natal, sabiéndose burlador de la profecía, y huyó hacia la Tebas del rey Layo y la reina Yocasta, a quienes detestó nada más llegar, desconocedor de que se trataba de sus auténticos progenitores. Una vez allí comenzó a experimentar una extraña transformación. Las cicatrices de su cuerpo mudaron de sitio con tal lentitud que ni él se dio cuenta. El tabique de la nariz se le desvió hacia un lado sin golpe alguno y la barba pobló su hasta entonces suave mentón; igualmente, un tupido vello pobló sus brazos y piernas. También se transformó su carácter, aunque de una forma sutil que no fue capaz de apreciar, pues no tenía amigos en la ciudad que pudieran compararlo con el hombre compasivo que era antes y así advertirle.
Un día, empujado por una curiosidad premonitoria, se miró en un escudo de bronce pulido. El reflejo que encontró fue el de Layo, que esa misma mañana había desaparecido tras semanas de sentirse cada vez más desdibujado. Desde entonces los hombres y mujeres de Tebas le llamaron con total naturalidad Edipo, Rey. Y cuando en calidad de tal se trasladó hasta el palacio y allí halló a Yocasta, su corazón olvidó que se le antojara una puta, y la trató como una reina. Como su esposa, la reina.
Zendegi
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Hace 5 días
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