viernes, 30 de octubre de 2015

MICRORRELATO: Edipo (II)

Todos amaban al Oráculo de Delfos. Todos reverenciaban más allá de lo humanamente reverenciable todas y cada una de las jodidas palabras que surgían susurradas de entre la brumosa espesura del Oráculo de Delfos, llevando su inexorable mensaje a quienes osaran preguntarle. Y el mensaje para Edipo había sido que mataría a su padre y desposaría a su madre. Lejos de buenas cosechas y salud recta, a él le venían con esta patraña. Pues le daba igual, podían darle sus predicciones de mierda a otro, que él sería dueño de su propio fatum.

Jamás regresó a su supuesto hogar natal, sabiéndose burlador de la profecía, y huyó hacia la Tebas del rey Layo y la reina Yocasta, a quienes detestó nada más llegar, desconocedor de que se trataba de sus auténticos progenitores. Una vez allí comenzó a experimentar una extraña transformación. Las cicatrices de su cuerpo mudaron de sitio con tal lentitud que ni él se dio cuenta. El tabique de la nariz se le desvió hacia un lado sin golpe alguno y la barba pobló su hasta entonces suave mentón; igualmente, un tupido vello pobló sus brazos y piernas. También se transformó su carácter, aunque de una forma sutil que no fue capaz de apreciar, pues no tenía amigos en la ciudad que pudieran compararlo con el hombre compasivo que era antes y así advertirle.

Un día, empujado por una curiosidad premonitoria, se miró en un escudo de bronce pulido. El reflejo que encontró fue el de Layo, que esa misma mañana había desaparecido tras semanas de sentirse cada vez más desdibujado. Desde entonces los hombres y mujeres de Tebas le llamaron con total naturalidad Edipo, Rey. Y cuando en calidad de tal se trasladó hasta el palacio y allí halló a Yocasta, su corazón olvidó que se le antojara una puta, y la trató como una reina. Como su esposa, la reina.

lunes, 19 de octubre de 2015

MICRORRELATO: Edipo

Hay quien, debido a su valentía, inteligencia o hazañas, sirve a muchos de inspiración hasta el punto de engendrar una legión de fieles seguidores o admiradores. Estos, tratando de dar continuidad a sus hechos, lograrán alzar esos valores hasta la inmortalidad.

Y luego está mi padre. Tal es su mezquindad y ausencia de escrúpulos; tales su orgullo, cobardía y capacidad para realizar el mal, que también es un ejemplo perfecto, sí, pero de lo que no se debe hacer.

Huyo de sus sombras para encontrar mi propio camino, y con cada paso soy más consciente de que no se aplicara a mí aquello de que los hijos cometerán los mismos errores que sus padres, aunque por las noches una voz disgrega mis sueños y me susurra que no cometeré sus errores, sino que me convertiré en él. Hasta que un día me despierto tranquilo y sé que las sombras de mi padre ya no existen, porque han sido absorbidas por las mías, porque mi luz es lozana e intensa y necesariamente proyecta una sombra más alargada, que la cubre. Jamás fue mi destino tropezar en los mismos baches que mi padre, sino más bien convertirme en su versión mejorada. Y ese día él deja de existir y mis ojos contemplan a Yocasta.

Algo cede dentro de mi mente, demasiado esforzada durante demasiado tiempo. Acuden a mí recuerdos vagos de haber visto a Yocasta en alguna ocasión junto a mi padre, o en más que tan solo alguna ocasión, pero qué importan unas débiles tajadas de memoria cuando el pastel es tan suculento. En aras del deseo que siento por ella, esa mujer ha de ser mía. Una vez que esto suceda, todos mis problemas habrán acabado.

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