sábado, 3 de octubre de 2009

RELATO: El Pañuelo

Kia no llegaba a acostumbrarse al nudo en la boca del estómago que le producía la espera. Un par de horas atrás había intentado comer un poco de guiso, pero al tercer bocado no había podido continuar –el nudo no dejaba pasar ni un guisante-, y vomitó lo poco que había ingerido tan sólo un rato después.
Los hombres habían partido hacía treinta horas ya, y aún les quedaban algunas para regresar. Habían ganado. Sólo cincuenta o cien muertos. Las noticias de la batalla eran todo lo buenas que podían ser cuando cuatrocientos hombres van a matar a otros cuatrocientos, por motivos que ni siquiera conocen, pero que se antojan esenciales para la supervivencia. Si eran en efecto esenciales o más bien se debían al antojo de media docena de ricachones que ni siquiera participarían en la batalla, no interesaba a Kia. Lo único importante era que él estaba entre los cuatrocientos. Estaba por primera vez, pues era muy joven, así que se podía decir que era su bautismo en estas lides, por mucho que fuera el más hábil luchando en el patio, con espadas de madera.

Desde que tres días atrás se dijo que se iba a batallar definitivamente, tras el fracaso de las negociaciones, las tripas se le habían retorcido y ella, que era un poco bruja por parte de madre, supo que algo malo iba a pasar. Luego llegó él entusiasmado, puesto que por fin su padre había decidido que estaba preparado para entrar en el juego. Desde que se lo comunicó no pudo comer nada. Para él eran sólo las preocupaciones de la mujer, pero ella intuía que algo malo iba a pasar. Eran muchos los jóvenes que morían en su primera batalla. En parte, ella empezó a sentirse culpable en ese instante. Las cosas no iban bien entre los dos. Quizá él no quisiera estar con ella y por ello había forzado de alguna manera su participación en la batalla, pensó. Tonterías que pensaba a veces, pero tonterías que no acababan de írsele de la cabeza por completo.
Seguramente estaba bien, además iba con su propio padre y éste no iba a dejar que mataran a su único hijo así como así –el otro murió seis años atrás en la anterior batalla-. Cuando volviera las cosas se arreglarían entre ellos. Siempre lo hacían. Todo volvería a ser como antes, con susurros al oído y caricias en el pelo. Volverían a prometer no hacer promesas nunca más. Kia rompió a reír nerviosamente y salió de su casa. Necesitaba un poco de aire fresco, y llenó varias veces sus pulmones con los ojos cerrados antes de reunir el valor para empezar a andar. Fue directamente hacia la atalaya. Caminaba rápidamente, como si por ello fueran a volver antes, pero a ella le parecía que iba demasiado lenta, a pesar de que empezaba a sentirse un poco mareada por los nervios. Llegó y preguntó a otra mujer de las varias que estaban esperando en el mismo lugar. El valle estaba vacío desde una punta hasta la otra. El centinela no había podido quedarse dormido porque lo habían relevado hacía menos de una hora.
Kia le recordó tal y como lo había despedido. Junto a la yegua vieja de su padre, que no le traicionaría en el campo de batalla. Con el jubón de cuero duro bien ceñido, el escudo redondo con las armas de su familia, la lanza perfectamente limpia, con la cuchilla reluciente y la espada guardada en su vaina. Ella entonces sacó del bolsillo de su falda un regalo para él. Era un pañuelo, bordado en blanco sobre verde por ella misma con el escudo de armas de la familia de él. Hubiera querido dárselo el mismo día de su boda, pero algo le decía que lo hiciera ya. Notó la emoción en su mirada cuando, despacio, se lo ató algo más alto de la muñeca, para que no le molestara durante la lucha. Él la miró fijamente, le dio un beso en la mejilla y montó. Encima de la yegua, se volvió y se echó hacia alante y le acarició con los guantes de cuero su larga melena sin decir nada justo antes de irse, sólo dejando el pelo escaparse entre los dedos. Las cosas se arreglarían cuando volvieran.
Kia no pudo evitar que los ojos se le humedecieran casi hasta el límite al recordar este momento y notó una mano acariciándole el pelo. Cuando empezaba a pensar que la fantasía estaba ganando a la realidad, se volvió y vio que no era así. Una de las mujeres, una pelirroja veinte años mayor que ella estaba allí, con gesto comprensivo, esperando a su marido, quizá a su hijo, y dando y buscando refugio en ella. Las dos manos se encontraron y se apretaron con fuerza. Las lágrimas iban a empezar a caer de los ojos de ambas cuando el vigía dio la voz de aviso, incluso antes de lo previsto.
Se soltaron con rapidez, rompiendo el lazo íntimo que las había unido durante unos segundos y ambas echaron a correr hacia las puertas de la fortaleza. Kia era más joven y avanzaba más rápido. A medida que se iba acercando notaba como su corazón le iba a saltar del pecho, como si quisiera llegar a su destino antes que ella. Las voces de la gente se entremezclaban con sus pasos, los de otras personas que también corrían en la misma dirección y con la respiración agitada en la carrera, provocándole más sensación de prisa. El nudo en la boca del estómago un segundo parecía haber desaparecido, al siguiente era más fuerte que nunca. Dobló la última esquina antes de encarar la reja metálica que daba al exterior. Un hombre viejo estaba subiéndola, mediante una manivela que envolvía poco a poco una cadena enganchada a la reja. Acabó justo en el momento en el que ella pasaba a su lado y escuchaba el chasquido metálico al poner el seguro al mecanismo. Media docena de arqueros de guardia sobre la puerta miraban entre la curiosidad y la distracción hacia las sombras en el valle.
Allá, a lo lejos, se veía una treintena de jinetes o más, que se acercaban despacio. Era un número demasiado bajo. Quizá una avanzadilla. Kia se quedó plantada de repente, justo a la salida de la ciudadela, sofocada por la carrera y sintiéndose ridícula por este motivo. Se atusó un poco el pelo, se alisó las ropas planchándolas con las manos un par de veces y miró fijamente a los hombres que se aproximaban, intentando discernir si alguno era el que buscaba. Todos estaban llenos de barro y quizá sangre y llevaban las capas envolviéndolos casi por completo, echadas las capuchas por encima de la cabeza, resguardándose, por lo que no se podía distinguir fácilmente.
Levantó una mano, en señal de saludo. Si ella no podía distinguirlo de entre el resto, quizá él si pudiera verla. Tras unos segundos con la mano en lo alto, la agitó con vigor para llamar la atención de los hombres. Varias mujeres se reunían en el mismo lugar que ella, nerviosas y expectantes. Por fin, un par de jinetes levantaron sus manos, devolviendo el saludo. Un pañuelo verde estaba atado en la muñeca de uno de ellos. Una sonrisa de pura felicidad se apoderó del rostro de Kia, ahora si cabe más impaciente por que los jinetes recorrieran los escasos metros que les quedaban.
Ya estaban más cerca. Llamó la atención de algunas mujeres el que todos fueran cabizbajos, casi ocultando sus rostros bajo los capuchones de las capas.
Kia se dio cuenta, por fin, de lo que estaba ocurriendo. O al menos de lo suficiente. Gritando a pleno pulmón, obligó a pasar a la ciudadela, a la carrera, a las mujeres que estaban fuera, que la obedecieron sorprendidas por la urgencia que se les pedía. Ordenó al viejo encargado de la puerta que la bajara. Los jinetes, dándose cuenta de que los habían descubierto, golpearon las riendas, espolearon los caballos y se dirigieron al galope hacia la reja subida hasta el tope. Dos entraron soltando alaridos. Cuatro más los siguieron, con las espadas en alto. La muñeca de uno de los brazos que las esgrimía, tenía un pañuelo verde atado. Kia corría hacia la manivela. Los arqueros guardianes, atónitos, comenzaron a reaccionar y a sacar con torpeza flechas de sus aljabas. Cuando al fin llegó al mecanismo que mantenía abierta la puerta, ocho jinetes habían entrado al galope. Con rapidez y desesperación quitó el seguro. La cadena se desenrolló con estruendo, y la manivela comenzó a dar vueltas como loca, golpeando con violencia al viejo encargado, que por fin reaccionaba.
La reja, al caer de golpe, aplastó bajo su peso a uno de los jinetes, casi partiéndolo por la mitad. Otros dos, a los que no les dio tiempo a frenar se estrellaron contra el metal con un sonido extraño. Otro par de los que habían pasado, cayeron bajo las flechas de los arqueros, que se encargaban ahora con destreza tanto de los que habían logrado pasar como de los que seguramente estaban huyendo en el exterior. El resto se adentró gritando en la ciudad, repartiendo tajos por donde pasaban. Los gritos continuaron un minuto, para extinguirse definitivamente tras unos ruidos que indicaban luchas cortas, pero sanguinarias.
Kia no podía llorar a los pies del primero que había caído, con una flecha atravesándole el abdomen. El bárbaro se debatía panza arriba, sin fuerza para moverse o para decir palabra sobre un charco formado por su propia sangre, observándose a si mismo con esa mirada de los que tienen la certeza de que les queda un respiro. Le agarró la mano.
La mujer pelirroja con quien había estado bajo la atalaya, la miraba a dos metros de ella. El viejo dolorido comentaba a su lado lo que todos empezaban a entender, que a pesar de su derrota, el enemigo probablemente había robado los emblemas y algunas ropas de los muertos en la batalla durante la noche y se había adelantado a los que volvían, con la intención de saquear la ciudadela para que los vencedores se la encontraran así a su regreso, confiando en poder entrar disfrazados como estaban, como habría sido de no ser por la rápida actuación de la muchacha. La pelirroja tocó a Kia en el hombro. No entendía como podía estar tan afectada por la muerte de un asesino traidor. Kia volvió la cabeza, miró a la pelirroja con gesto interrogativo y las lágrimas empezaron a caer de sus ojos, como si se hubiera accionado un resorte secreto.
Entre las manos tenía un pañuelo bordado en blanco sobre verde, con algunas manchas de sangre fresca y otras de sangre seca.



(c) Cree lo que quieras













1 comentario:

Unknown dijo...

Este cuento lo escribí hace unos años tratando de ser lo más fiel posible al espíritu de los cuentos (como concepto), es decir, hacer una narración breve que transmita una sensación lo más intensa posible. A ver si transmite algo.

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